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UN DESAFIO A LA MIRADA MASCULINISTA: RECURSOS HUMANOS POR GABRIELA LIFFSCHITZ

David William Foster
Universidad del Estado de Arizona

                           Incluyo en mi territorio la devasta­ción de la que soy objeto. (Liffschitz, Venecia 25)

     Uno de los conceptos fundamentales de las ideologías feministas contemporáneas es el imperativo de rechazar la mirada masculina en general y en particular cuando se relaciona con el cuerpo femenino (Draper explica los conceptos esenciales). Es un rechazo que se debe manifestar con una desarticulación o una deconstrucción de las premisas--y el privilegio y el poder--de la mirada masculinista,  acompañada por estrategias que promuevan miradas alternativas,  específicamente feministas, lesbianas o, de ser posible, masculinas pero desprovistas de toda actitud paternalista. Entendemos por mirada masculinista la contemplación interpretativa del cuerpo en un denso proceso de exclusiones e inclusiones, de ausencias y presencias, de lo convalidado/legitimado e invalidado/ilegitimado, en las que ese cuerpo (de mujer, de niño, de hombre o hasta de no-humano) adquiere significado en tanto y en cuanto refuerce los principios obligatoriamente heteronormativos del patriarcado o pueda ser utilizado para demostrar lo que se puede considerar desvia­ciones no aceptables o inadecuadas--cuando no directamente amenazantes--de estos principios.

     Uno puede considerar a estos principios como existentes de manera relativamente codificada o como intrínsecamente inestables y cambiantes como resultado de las extravagancias del patriarcado y la política del poder. Pero lo indiscutible es que cualquier definición estratégica del patriarcado acarrea el derecho de imponer la mirada masculinista del universo y esperar que todo se vaya a acomodare a esa mirada, todo se vaya a conformare con ella, y todo vaya a accedera--aunque en forma pasiva--a cumplir con lo que ella ratifica y lo que descalifica. Aun si uno aceptara la propuesta de que los principios del patriarcado pueden resultar un tema bastante desordenado, ya sea debido a su incoherencia interna o a compromisos estratégicos, el punto es que su discurso privilegiado se erige incólume ante cualquier desafío. [1]

    
Como se ha señalado en las historias en las que la mirada masculinista ha contemplado los cuerpos de mujeres--ha forjado y pulido el universo de objetos calificados–-la noción de lo que es bello, erótico, maternal o hermoso se modificó considerablemente. Pero no cabe duda de que los cuerpos de las mujeres o los de cualquier individuo que pueda ser interpretado como el Otro por el ancla masculina, ya sea en virtud de su género, su sexo, su sexualidad, su preferencia sexual, su raza, su etnia o sus cualidades físicas, debe estar siempre, eternamente sujeto y subordinado a esa mirada (ver en Writing on the Body la excelente colección sobre la representación del cuerpo femenino en el arte; The Female Body es una referencia clásica; ver en Amador Gómez-Quintero las referencias específicas al arte latinoamericano).

     El apoyo del otro se asume aun aceptando el riesgo de cosechar el rechazo, el desdén, el enojo y hasta la propia violencia de los dueños y agentes de la mirada masculinista. La distinción entre propietarios y agentes es importante, dado que existen los que la imponen sin ser sus poseedores “naturales”, como las mujeres fálicas o los afeminados que representan el así llamado pánico homosexual. Al utilizar aquí la palabra “natural”--si bien haciéndola prescindible mediante el uso de comillas sensacionalistas--no tengo intención de reinvertir en categorías esenciales. Más bien mi planteo sería que la heterosexualidad obligatoria se basa fundamentalmente en categorías esenciales y uno debe comenzar a desarticular la mirada masculinista comprometiéndose con su inherente esencialidad. Se podrá percibir la importancia de este tema del análisis que sigue de la fotografía de Liffschitz en razón del grado de desafío a las categorías esenciales de los cuerpos masculino y femenino que interpreto en ella.

     No es necesario apartarse de la comprensión de la diversidad de interpretaciones del cuerpo femenino desde la mirada masculinista para aceptar el hecho de que una de las más modernas fue la de la belleza de Playboy, ya sea en los términos literales de la distribución internacional de las imágenes--la cultura sexista--de esa revista o en los términos más amplios de la forma en que la imagen básica puede ser distorsionada según las preferencias locales o corregida mediante versiones locales de Play­boy (ver en Weyr las instituciones culturales creadas por esta publicación). Uno se puede referir a un núcleo de la erotización del cuerpo femenino atribuible a Playboy, pero sujeto a revisiones locales, o se puede hablar de la globalización del modelo  Playboy que refrena o sustituye a la versión local del cuerpo femenino putativamente erótico. Sin embargo, el resultado es el mismo: no se trata solamente de una erotización del cuerpo femenino en determinados términos sino también de establecer un criterio para esa erotización en términos de la configuración general del cuerpo, sus atributos físicos, la propia presentación de la mujer como ofrenda sexual a disposición de la mirada masculinista y la utilización de ese cuerpo en actos sexuales que se correlacionan con la mirada. En general, lo que se puede resumir bajo el encabezado de la mirada de Playboy, que funciona en tándem semiótico con la mirada masculinista (ver Wolf, un tratado de autoridad reconocida sobre conceptos masculinos de belleza femenina). La mirada exige un determinado aspecto, y el aspecto provoca determinada mirada. En otras palabras, la mirada interpreta un aspecto determinado y el aspecto ratifica la eficacia de la mirada que lo interpreta.

     El cuerpo de Gabriela Liffschitz como lo exhibe en  Recur­sos humanos (2000) a través de una serie de treinta autorretratos constituye un compromiso con la dinámica de la mirada masculinista y el aspecto que busca/interpreta, compromiso que avanza para constituirse en un desafío a esa dinámica.  Liffschitz lo logra exhibiendo su propio cuerpo de tal manera que revierte la dinámica de la mirada/aspecto hasta el punto en que el cuerpo de mediana edad de la mujer, ostentando una mastectomía parcial, es supuestamente escandaloso para esa dinámica. Es un cuerpo progresivamente descarriado y peligroso para la mirada masculinista que sólo puede apreciarlo como un contraejemplo mórbido de la femineidad que el heterosexismo obligatorio lucharía por mantener y, por lo tanto, es un cuerpo que debe ser anatematizado si no se puede directamente hacer desaparecer (o convertir en "desaparecido," si uno tuviera el recurso de utilizar la forma transitiva del verbo como concebida en el contexto de la desaparición neofascista de supuestos disidentes durante la tiranía neofascista del período 1976-83).

     Nacida en 1963, en realidad Liffschitz está en la plenitud de la vida y en cualquier otro contexto hasta se podría considerar insultante hablar de su cuerpo como perteneciente a ese grupo etario. Sin embargo, también es un dogma feminista fundamental que la obsesión masculina con una versión infantilizada de la mujer apenas pubescente perjudica tanto a la visión de las mujeres como sujetos en pleno funcionamiento (es decir, no son solamente niñitas sino una cantidad de masilla sexual en las manos de hombres experimentados), como hasta ni siquiera ver a las mujeres que pasan determinada edad--es decir que las mujeres mayores de cierta edad empiezan a desaparecer de la mirada masculinista, que sólo puede posarse en ellas de manera punitiva o correctiva si se entrometen con desvergonzada agresividad. El idioma español-–y en esto no se diferencia mucho de otros idiomas patriarcales–-está lleno de términos peyorativos, injuriosos o degradantes utilizados para referirse a las mujeres que no se ajustan al fenotipo de la gatita infantilizada  (gatita/gatica es la metáfora animal dominante en español en vez de conejita; comparar con el adjetivo "kittenish"-–juguetón, retozón--en el idioma inglés) (ver en Suardíaz un estudio que hace especial referencia al español de Argentina). El menos ofensivo, pero muy generalizado, es el epíteto vieja loca para referirse a cualquier mujer agresiva mayor de--digamos-–veinticinco años de edad. [2] Si ninguna argentina “sana” desea ser caracterizada como vieja loca, ningún argentino “sano” desea ser llamado puto. Ambos epítetos se prestan a la resemantización como forma de protesta social. En el caso de puto, surgió en el contexto de los derechos humanos de la Argentina posmilitar y redemocratizada el uso estratégico gay como en la expresión "Soy puto y me quiero", en tanto que el atrevimiento con el que una mujer podría ofrecer mostrar su cuerpo como una vieja loca se convirtió en una estrategia feminista igualmente significativa para oponerse a la represión de las voces de mujeres maduras que se da por medio de la desaparición de cualquier mujer con un cuerpo no tan juvenil y la mente que lo acompaña (comparar la novelística de Alicia Steimberg, especialmente La loca 101, Cuando digo Magdalena, y La selva en el campo literario: se podría decir que Steim­berg se ha especializado en locas en su obra de ficción).

     Esta es más precisamente la categoría en la que cabe el cuerpo de Liffs­chitz. El tema no es de cuán mediana edad ella sea. El tema es en qué medida ella queda fuera--más allá del borde--de la edad en la que podría haber sido una modelo sexual del tipo Playboy. Las leves bolsas debajo de sus ojos, las arrugas que se insinúan alrededor de sus ojos y su boca, los comienzos de problemas con el tono muscular de sus brazos y sus caderas, las arrugas en el bajo vientre cuando se sienta, y una declinante perfección en la curva de sus nalgas cuando se pone de pie: he aquí la despiadada letanía de la enunciación de signos de la edad en el cuerpo de cualquier persona. Para una modelo es la geografía de lo que fue su belleza física y, por lo tanto, del interés erótico para la mirada masculinista. En el caso de Liffschitz, el testimonio es proléptico, ya que al utilizar su cuerpo en una parodia o una burla del espíritu de Playboy al exhibir el cuerpo femenino, Liffschitz da a entender una historia anterior, si bien espuria, la de su cuerpo en la historia de una modelo símbolo sexual en acción: Liffschitz se inserta a sí misma en una historia post-Play­boy simulada para la cual nunca hubo un antes, con lo cual imposibilita que se compare su cuerpo cuando era atractivo para la mirada masculinista con el que ya no puede ser de interés para quien mira con esa intención, salvo que lo mueva una actitud morbosa.

     Mi letanía de los signos de la declinación del cuerpo femenino es despiadada y sería cruel y degradante si la aplicara al cuerpo de una mujer que deseara ocultarlos con la vestimenta, los cosméticos, la cirugía plástica u otros ardides "de la madre Celestina" [3] : el epíteto de vieja loca funciona, ni más ni menos, con la misma crueldad y actitud degradante para someter a determinado cuerpo de mujer a la clase de escrutinio despiadado que induciría a su rechazo en términos de las normas patriarcales de belleza sostenidas por la mirada masculinista. No obstante, esta es la mirada que Liffschitz invoca--al menos en una instancia preliminar. Desarrollaré más adelante el tema de la revisión de la dinámica de la mirada. Baste por el momento que insista en que a través del nítido enfoque de sus impresiones en blanco y negro, los inconmovibles autorretratos de la fotógrafa precisamente tienen por objeto conjurar la comprensión de la supuesta desaparición de su cuerpo, que supuestamenteimplícitamente se ha convertido en un objeto merecedor de la contemplación erótica, y se supone que debe encargarse de ocultar de la vista del público sus así llamadas imperfecciones. En síntesis, me atrevo a afirmar que este es un cuerpo que no se debería haber fotografiado, según los cánones masculinos del mundo de las modelos de modas y las revistas de desnudos femeninos. No estoy diciendo que no haya un público para Recursos humanos, sino que hay que encontrarlo, construirlo, fuera del espectro de las publicaciones con las cuales muy a conciencia y cuidadosamente entabla una relación intertextual (con referencia a la fotografía feminista, ver Taylor: Reframings).

     Como dije anteriormente, el contexto es el de las revistas de desnudos femeninos que paradigmáticamente representa Playboy, ya sea en su icónica versión original estadounidense o en sus derivadas locales. Esas representaciones comprenden imágenes de la mujer en poses desnudas, o en unas que fetichizan ciertas piezas de la vestimenta femenina (que también pueden incluir el fetiche de ropa no femenina reinscripta dentro de la erótica del cuerpo femenino). Son las poses que acentúan el cuerpo femenino como puesto a disposición del cuerpo masculino: el cuerpo expuesto a la penetración de la mirada masculina, una metonimia de la penetración por el cuerpo masculino--todo esto en un análisis feminista medular de la exhibición del cuerpo femenino que no requiere una extensa demostración ni validación, aunque uno podría traer a la memoria que esta dimensión medular incluye la utilización del cuerpo femenino por parte del hombre dentro de los límites genitales privilegiados del patriarcado heteronormativo. Al mismo tiempo, uno nota que la autorización masculina para el uso “alternativo” del cuerpo de la mujer es bastante generosa--es decir, no hay límites claros que separen lo supuestamente normal de lo perverso, percepción que conduce a la conjetura feminista de que la pornografía y la violación, teoría y práctica del agravio a las mujeres, aunque supuestamente no santificado por el patriarcado heteronormativo, son conclusiones inevitables del poder que se les otorga a los hombres sobre los cuerpos de las mujeres (este es el tipo de pensamiento de una feminista radical antipornográfica como  Dworkin; ver la famosa expresión de Morgan  "la pornografía es la teoría y la violación, la práctica"). También volveré a referirme más adelante a lo difícil que resulta bloquear las interpretaciones perversas de Recursos humanos, incluso dentro de la expresión radical feminista que la colección conjura.

     La decisión de Liffschitz de fotografiar su cuerpo desnudo exhibiendo totalmente su pubis en varias imágenes recircula el énfasis que las revistas de desnudos femeninos ponen en la característica sexual secundaria del cuerpo femenino que son parte de la fetichización que de ellas hace la mirada masculinista. A decir verdad, sería difícil saber qué parte del cuerpo desnudo no es fetichizada y el tema va más directamente a los territorios o zonas que se erotizan de manera más convencional, como las nalgas, los senos, y la zona púbica (es interesante subrayar la fetichización del pubis en tanto que se nota considerable horror en la mirada masculinista con respecto a la vagina misma. Este horror con respecto a la vagina como objeto de la mirada masculinista es uno de los temas recurrentes en la obra de Eve Ensler The Vagina Mono­logues [Monólogos de la vagina; 1998], aunque Ensler da mucha importancia a la forma en que este horror masculino se traduce en la propia repugnancia de las mujeres por su vagina). Liffs­chitz mantiene la tenue distinción entre las revistas de desnudos femeninos y las pornográficas en que sus fotos muestran el pubis pero no la vagina ni el clítoris; muestran las nalgas, no el ano; ver también los trabajos artísticos vaginales de Judy Chicago en The Dinner Party). En otras palabras, en tanto las poses típicas de una fotografía que provoca la mirada masculinista son la base de Recursos humanos, se percibe cierta fidelidad a lo que podríamos definir como muestras discretas y de muy buen gusto del cuerpo de una mujer.

 
     El lector habrá percibido mi demora en concentrar mi atención en lo que consiste en la verdadera dimensión atroz de las imágenes de Liffschitz, la exhibición de la mastectomía radical parcial de su seno izquierdo. La parodia de la modelo de Playboy mediante la exhibición de su desnudez de mujer madura no es nada en comparación con el impacto que causa el descubrir la devastación que el cáncer ha producido en ese cuerpo. Se trata de una mujer cuyo cuerpo ya no sirve como imagen erótica de lo que queda como un desnudo femenino perfecto, un cuerpo doblemente avergonzado por la enfermedad en primer lugar y luego por la invención quirúrgica diseñada para detener el avance de esa enfermedad. Es una mujer tan escandalosamente desvergonzada como para exponer ese mismo cuerpo. [4] Hay extensa bibliografía feminista relacionada con el cáncer--el de mama en particular--y la forma en que se ha convertido en la enfermedad paradigmática en cuanto a inutilizante del cuerpo de una mujer en términos del proyecto patriarcal (Thomson brinda un panorama de las principales opiniones feministas sobre la discapacidad física; ver el capítulo "Fears and Feelings" [Temores y sentimientos] en el legendario manual de Love).

     La histerectomía, por ejemplo, invalida a la mujer para cumplir con el papel fundamental que le asigna el patriarcado: el de la reproducción de la especie, en tanto que la mastectomía es a la vez un signo de la misma discapacidad (porque no puede amamantar o puede hacerlo en mucho menor medida) y constituye una depreciación irreversible del signo de maternidad visible dominante, el seno femenino. De nada sirve que la mujer pueda continuar funcionando emocional y sexualmente como tal y cumpliendo con todos sus otros roles maternales (Liffschitz se refiere específicamente a su joven hija al tomar la decisión de crear estas imágenes [Recursos humanos 7]). Desde un punto de vista feminista, el masculinismo denigra al cuerpo de la mujer, lo considera mercadería irremediablemente dañada si ha sufrido cualquiera de estas operaciones por “problemas femeninos”. Constituye una depreciación del cuerpo femenino [omit que] desde el punto de vista de la mirada masculinista, complicado en vez de mejorarse por el escándalo de su exposición: la prohibición tradicional a los hombres de comentar lo que se entiende como problemas femeninos no es cuestión de cortés discreción; es más bien el silencio reprobador de lo que hace que una mujer ya no sea útil para el proyecto patriarcal (además de que esos problemas hayan sido atendidos y supervisados exclusivamente por médicos varones en su rol de agentes del patriarcado).

     El cuerpo de Liffschitz revela cicatrices mínimas--aunque la iluminación varía el grado de percepción visual del tejido cicatrizado según la toma--y hay muy poco que pueda afectar la estética de la parte removida del seno. Esencialmente no es más que una profunda ausencia: Liff­schitz se refiere a su seno ausente como “la faltante” (6). Pero esta ausencia es lo más escandaloso. Es escandaloso porque instaura un escamoteo de lo que en un modelo patriarcal de belleza femenina completa constituye el inventario de todas las piezas del cuerpo femenino. En su artículo sobre Liffschitz, Vallejos se refiere a "la feminidad resumida en las mamas" (2) (ver en Yalom; Levy; Latteier historias de la vista de senos femeninos). Es escandaloso en el caso del cuerpo de Liffs­chitz porque, mediante el uso de pares bihemisféricos estratégicos, rompe la simetría que frecuentemente se presume como característica fundamental del cuerpo. Y si una mastectomía total consigue configurar su propia simetría, lo logra--no obstante--a costa de un mayor sacrificio de las características presuntamente normales. Una ausencia de esta naturaleza resulta ofensiva al ser expuesta en estas imágenes--para colmo, exhibida por una mujer para cuyo cuerpo, en otros órdenes, ya pasó la plenitud de su atracción sexual. La declinación del atractivo sexual se compone con el detalle de la mastectomía radical, como si de manera grotesca la extirpación del pecho creara un signo exponencialmente mayor de deterioro físico.

     Una de las maneras de comprender la forma en que las mujeres que han sido operadas debido a enfermedades propias de su sexo son abandonadas por los hombres (y por qué las mujeres deben hacer lo posible por disimularlo) es observarlo en términos de una ruptura momentánea de las expectativas creadas por el paradigma patriarcal: si se puede perturbar a un hombre por la desviación del cuerpo de una mujer de ese paradigma,   para la mujer puede ser psicológicamente destructivo darse cuenta--y confirmarlo con la experiencia real--de que será rechazada por los hombres (y otras mujeres) por haberse apartado tan abruptamente del paradigma. Liffschitz manifiesta en el prólogo de su libro de fotografías:    

     
En ese momento [de compartir sus fotos con su médico] me enteré de las dificultades con las que se encuentran muchas mujeres a partir de la operación--sobre todo sexuales, de auto estima y con sus pa­rejas--pero también de los casos en los que las pacientes se niegan a realizar una mastectomía pre­firiendo la conservación del pecho a la de la vida. El hecho de pensar que mi trabajo fotográfico pu­diera ayudar de alguna forma a mujeres y hombres relacionados con este tipo de operación o cualquier otra mutilación, me dio un impulso invaluable, de alguna manera incluso el cáncer adquirió un senti­do. (6)


      Envejecer constituye un hecho igualmente dramático para las mujeres por las mismas razones, y una mastectomía radical no es ni más ni menos que la violenta y repentina confirmación del proceso de deterioro de su cuerpo que un día su pecho esté allí y al día siguiente ya no.

     Una de las imágenes de Liffschitz resulta particularmente útil al efecto de aunar algunos de estos conceptos. En la lámina de la página 29 de Recursos humanos, la mujer se inclina hacia adelante, cruzando los brazos por encima de su rodilla derecha elevada; mira directamente a la cámara. Esta es la mirada de devolución del sujeto fotográfico, y en el universo de las revistas de desnudos femeninos funciona que la mujer que está siendo fotografiada acuse recibo de la mirada, primero del fotógrafo (varón, él), y, en segundo lugar, de la contemplación de su imagen por el espectador masculino. Ya se trate de una mirada invitante, o absorta, o desafiante, o lo que sea, sólo implica opciones de la forma en que el sujeto se relaciona con el que lo observa, y puede servir para  atrapar o retener la mirada del espectador a expensas de su contemplación del resto de su cuerpo, o bien puede ser el punto de entrada, por así decirlo, en el proceso de reconocimiento del cuerpo femenino comenzando por los ojos pero procediendo a registrar todos los demás territorios de ese cuerpo brindado por la fotografía a esa mirada. En el acto de elevar la pierna derecha para poder apoyar los brazos cruzados sobre ella y, a su vez, poner la cabeza agachada sobre el brazo derecho, la modelo muestra claramente su pubis.

     Sin embargo, hay algo fundamentalmente equívoco en esta imagen. Específicamente, en tanto que el pecho derecho se muestra parcialmente bajo el brazo izquierdo que se posiciona para sostener al brazo derecho en cruz, la posición del brazo izquierdo es tal que revela pródigamente la sorprendente información que falta el pecho izquierdo. Por cuanto apenas se insinúa una cicatriz, el impacto visual es como si ese pecho hubiera sido barrido de un plumazo, hubiera desaparecido, fuera una mala broma visual que se le hizo a la mujer y por lo tanto, al espectador, que presumiblemente examinará la fotografía buscando la mezcla de lo estético con lo erótico que es posible encontrar en la fotografía de la que es indudablemente una mujer muy atractiva. Hay algo más también notorio en esta fotografía en términos de las convenciones para las tomas en revistas de desnudos femeninos y es que no está bien centrada. Lo que ve la cámara en estas tomas es la plenitud del desnudo femenino (y hasta aquí estuve utilizando el sustantivo desnudo, pero es hora de que recurra al adjetivo desnudo, por la forma en que capta la idea de la vulnerable exposición del cuerpo humano), y para destacar esta exposición, se coloca al sujeto en cuadro y en el marco de la toma fotográfica. Pero la imagen que estamos analizando hace que el cuerpo de la mujer abarque todo el lado izquierdo de la página (el mismo lado del cuerpo que manifiesta la ausencia crucial producida por la mastectomía), creando un agujero negro en el lado derecho del marco. Hay varias imágenes en el libro en las que Liffschitz emplea la doble técnica de desplazamiento del cuerpo y su desborde de la página. Con lo que sugiere el proceso de desaparición del cuerpo, como si huyera del observador--un objetivo poderoso correlativo en la imagen de la desaparición del cuerpo femenino envejecido y lastimado frente al escrutinio de la mirada masculinista a la que me referí antes (ver también la imagen de la página 21, en la que el pecho que perdura constituye parte del cuerpo que desborda la página). En varias poses el cuerpo de la mujer se halla en posiciones al estilo Play­boy, las que se centran en las zonas eróticas dominantes del cuerpo femenino y las convierten en objeto, y en posiciones que exponen claramente la ausencia del fetiche tan singular que es el pecho femenino. En otras poses se oculta el pecho derecho que perdura (por ejemplo, en la imagen de la página 15, con la mano derecha que se extiende para tomarse del hombro izquierdo), procedimiento por el cual lo que normalmente sería completa y gloriosamente expuesto sería el otro pecho, pero lo que aquí muestra es su ausencia.

     En el caso de la fotografía de la página 35, el cubrir el seno derecho y dejar a la vista el lugar donde debería estar el seno izquierdo (debería tanto en su sentido alético como en el deóntico), brinda una imagen nítidamente andrógina. La androginia del cuerpo tal como está representado aquí se apoya en que la zona púbica está cubierta y en que  Liffschitz tiene un cuerpo bastante atlético, sumado a que su corte de cabello de paje-niño modificado se puede interpretar como ambiguo o unisexual. Su cara está maquillada, incluso con delineador de ojos y lápiz labial, pero consiste tanto en la feminización de un cuerpo masculino como la masculinización de uno femenino. Reitero que hay otras imágenes que contribuyen a producir el mismo efecto, aunque esta sea posiblemente la más elocuente. La referencia a la androginización del cuerpo femenino mediante la extirpación de una característica sexual secundaria como el seno y la androginización realzada por la exposición insolente del cuerpo deformado por la cirugía brindan la oportunidad de investigar la forma en que concomitantemente se reestructura la mirada provocada por estas fotografías.

     A lo largo de este ensayo me he referido a una mirada masculinista congelada o fosilizada, ciertamente abstracta y en gran medida, demasiado generalizada cuando no meramente hipotética. Sin embargo, existe una enorme cantidad de trabajos empíricos y teóricos sobre el tema del tipo de mirada que atraen las revistas de desnudos femeninos y sus proyecciones pornográficas (en este punto pido al lector que concuerde con la propuesta de que la representación pornográfica del cuerpo de una mujer no es una forma alternativa de producción cultural, sino una que se sintetiza en las revistas de desnudos femeninos y constituye una extensión lógica de la anterior). Esta mirada, que involucra expectativas basadas en un paradigma de belleza femenina, sensualidad y atracción erótica y es legitimada por el derecho a controlar ejercido en el acto de contemplación de la interpretación del cuerpo femenino (al igual que el cuerpo masculino, que se debe ajustar a su propio paradigma dentro del modelo patriarcal), se puede deducir de las condiciones semióticas de esas publicaciones: se puede trabajar retrospectivamente a partir de las imágenes que reproducen y estimulan de la manera pertinazmente reiterativa de la cultura popular para forjar un modelo del tipo de conciencia ideológica a la que van dirigidas. En términos más sencillos, la exposición de determinada manera de, digamos, el seno femenino, tiene por objeto satisfacer la expectativa del espectador de que se va a mostrar el busto femenino de la manera que cumple con determinados criterios sobre su constitución física. Ese proceso de estructura semiótica proyectiva suscita, en el caso del despliegue de imágenes del cuerpo femenino al estilo Playboy, lo que se puede caracterizar como la mirada masculinista.

    
Es probable que no se trate solamente de la mirada de un hombre: no todos los hombres contemplan con la paradigmática mirada penetrante masculina; muchas mujeres pueden utilizar la mirada masculinista como parte de su obligación de sostener la interpretación masculina del cuerpo femenino  (es decir, quizá no observen estas imágenes con intención erótica pero es probable que lo hagan correctivamente, en términos del grado en que ratifiquen la obligación de la mujer de apoyar las normas patriarcales); y también pueden ser contempladas por lesbianas que reinscriben los penetrantes detalles de la mirada masculina (la "seducción de la lesbiana varonil" según De Laure­tis). [5]


    
De modo que si existe una mirada masculinista congelada que se reitera de una revista de desnudos femeninos a otra, que ratifica el paradigma patriarcal y también se permite extrapolaciones estratégicas para explotar el cuerpo femenino (en términos de su creciente usufructo de ese cuerpo, legitimados en primer lugar por el patriarcado), ¿cómo se puede desafiar y reconstituir o reestructurar esa penetrante mirada? Me atrevo a decir que en el caso de la obra de Liffschitz, se lo logra parodiando la mirada masculinista y sus expectativas. Por supuesto que esas expectativas se pueden negar simplemente no accediendo a sus exigencias: que la mujer se ajuste a determinados parámetros etarios; que la mujer cumpla con específicos requisitos de  un repertorio de atributos físicos determinados por el paradigma patriarcal; que la mujer asuma actitudes provocativas, seductoras, tentadoras, de buena disposición y de proximidad.       Violar cualquiera de los criterios de expectativa es  malograr la consumación del modelo de femineidad que alientan las revistas de desnudos femeninos en cuestión. Por cierto,  hay otros rasgos optativos que pueden impulsar a la modelo de la revista de desnudos femeninos hacia el ámbito de lo pornográfico, pero prácticamente no hay desacuerdo entre las feministas respecto de la naturaleza sexista y explotadora de dichas publicaciones en y por sí mismas.

     Por lo tanto, parodiar a una de estas particularidades, un grupo o todas ellas significa insinuar el rechazo de la mirada masculinista y provocar un desplazamiento hacia miradas alternativas. ¿Qué pueden ser estas miradas? Puede resultar difícil conjeturar hacia dónde se podrá dirigir esa mirada hasta no contar con una cantidad mayor de ejemplos que la veintena y algo más que Liffs­chitz ha planteado. Baste por el momento decir que lo fundamental es esa diferente mirada penetrante, deseosa de conectarse con el cuerpo femenino--ya sea en general o como en el tema que específicamente ilustra Re­cursos humanos--de maneras que rechazan la mirada masculinista sexista y explotadora al tiempo que sugieren miradas alternativas sobre el cuerpo, de esas que en general podemos denominar feministas, pero que también pueden incluir a la mirada lesbiana y a la masculina no patriarcal. Sin duda, no desearía excluir ni siquiera las miradas que si bien pueden recosificar al cuerpo femenino, son movidas por la fascinación con el cuerpo de una mujer que ha sido reestructurado de maneras que escapan a los límites del heterosexismo patriarcal.

     En este punto quisiera plantear el tema de las reacciones supuestamente excéntricas ante los autorretratos de Liffschitz. Por supuesto que el problema radica en cómo definimos la excentricidad. En tanto no cabe duda que la referencia a los parámetros centrales del patriarcado heterosexista excluiría una reacción erótica ante el cuerpo de una mujer con signos de mastectomía, pues lo consideraría mórbido o perverso. Es preferible dirigir la energía sexual a un objetivo apropiado--o sea, elegir a una mujer con su capacidad reproductiva presumiblemente intacta. Tal mandato se alinea con el bloqueo de la reacción de una mujer ante el cuerpo de otra: el decreto patriarcal de reproducir la especie no ganaría nada con semejante atracción. Por cierto que en un primer momento no se piensa que una mujer mastectomizada sea incapaz de contribuir a la reproducción de la especie, aunque se encuentre reducida su capacidad de amamantar. Pero en un proceso semiótico de inversión en sinécdoques corpóreas, cualquier falta del "equipo estándar" para la maternidad eficiente es sospechosa y constituye una señal de limitaciones reproductivas, cuando no directamente de incapacidad.

    
No obstante, necesitamos dividir el tema en dos categorías separadas. Por un lado, está la posibilidad implícitamente incontenible de que un observador encuentre erotismo en estas imágenes a pesar de las formas en que su sentimiento pueda transgredir las reacciones putativamente sanas de los hommes moyens heterosexuales. No hay manera de controlar las reacciones eróticas ante cualquier fetiche sexual, o para decirlo en otras palabras, no hay manera de predecir qué puede convertirse en fetiche sexual: la propuesta antiedípica de Deleuze-Guattari nos ha hecho comprender que la energía erótica tiene un alcance ilimitado y es impredecible. No tiene sentido, salvo que se quiera ejercer una censura autoritaria, que se trate de suprimirla: Recursos humanos puede desafiar a las revistas heterosexistas de desnudos femeninos, pero no puede impedir otras reacciones, entre las que pueden surgir las que se deriven de una mirada masculinista llevadas a la conclusión lógicamente perversa/perversamente lógica a la que me referí antes.


     Hay un segundo punto, más intrigante aun, que surge de lo femenino y lo homosexual, y que consiste en la interpretación del cuerpo de Liffschitz expuesto en poses que golpean lo esencial de la atracción erótica del estereotipo femenino supuestamente normal, sexualmente sugestivo de las revistas de desnudos femeninos. Si una artista como Orlan se entregó deliberadamente a la cirugía radical de su cuerpo y a las representaciones de su cuerpo en diversas etapas de reconstrucción para componer una estética y una erótica modificada, no patriarcal de los modelos estéticos y eróticos del cuerpo femenino y para contar con un espectador lleno de inquietante admiración por su obra (Ince), es razonable suponer que el cuerpo de Liffs­chitz, tal como se manifiesta en estas fotografías, también puede convertirse en objeto de veneración para una mirada feminista, lesbiana u homosexual que inviste a ese cuerpo con algo que abarca desde la admiración a la ferviente gratitud, al deseo. [6] Efectivamente, las formas en que el cuerpo de Liffs­chitz, tal como lo representan estas fotografías, se puede convertir en objeto del deseo lesbiano constituye el desafío imaginable más elocuente para la mirada masculinista heterosexista.

     Como el objeto de este trabajo fue destacar lo que hace que los autorretratos del cuerpo de Liffschitz vayan a contrapelo de la mirada masculinista, estas características--de manera fundamental pero no necesariamente exclusiva--incluyen en forma dramática a su cuerpo, al borde de la mediana edad, y más dramáticamente aun, a su mastectomía parcial. No conozco a ninguna otra fotógrafa latinoamericana que se haya embarcado en el tipo de proyecto que representa Recursos humanos, un noble esfuerzo de resemantizar la belleza del cuerpo femenino más allá de los códigos del masculinismo vigentes.

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     [1] Dado que todos estos son principios fundamentales de la teoría feminista contemporánea, no me propuse documentarlos individualmente. La fuente en castellano que mejor los explica y debate es la revista mexicana Debate feminista (1990-).
     [2] Es importante destacar en este punto la resemantización de este epíteto como una insignia de coraje para las mujeres que a fines de los ’70 comenzaron a manifestarse públicamente por la desaparición de sus seres queridos. Apostadas afuera de la Casa Rosada (la casa argentina de gobierno), en pleno centro de Buenos Aires, estas mujeres fueron originalmente desechadas como viejas locas, a partir de lo cual ellas asumieron la calificación de locas con orgullo: fue una locura de su parte expresar públicamente una protesta contra la tiranía militar durante los peores años del último ciclo de represión en Argentina (1976-83), pero su coraje y el vigoroso simbolismo de ese coraje se basaban en su “locura” (ver en Bousquet una de las principales fuentes de la familiaridad internacional con la frase "las locas de Plaza de Mayo"). Ver la definición de loca en Garay: "Mujer que ha perdido la razón./Mujer de poco juicio, disparatada, impruden­te" (58).
     [3] Me refiero a la heroína epónima de la obra teatral de fines del siglo XV de Fernan­do de Rojas, La Celestina (también conocida como La tragicomedia de Calixto y Melibea), en la que, entre otros talentos, Celestina, una comadre avezada en cosas del mundo, se especializa en reparar los arrebatos corporales, en particular los de las virginales doncellas.
     [4] Hay extensa bibliografía en idioma inglés sobre este tema. Además de los tratados psicológicos y sociológicos sobre el mismo (ver en especial Breast Cancer de Altman), revisten un interés particular los textos escritos por figuras feministas que padecieron mastectomía radical y/o han tenido otras experiencias con el cáncer que afecta su “valor como mujeres”. Uno de los más destacados es The Cancer Journals de Audre Lorde. Lorde afirma: "Pero creo que las prótesis aceptadas socialmente constituyen una forma más de mantener calladas a las mujeres con cáncer de mama y separadas entre sí" (14). Ver también la magnífica obra de Margaret Edson, ganadora del Premio Pulitzer Wit, que fue representada en todo el mundo.
     [5] La seducción de la lesbiana varonil no es solamente una reinversión en la primacía de los marcadores masculinos  en el contrato erótico, sino también la deconstrucción de la relación binaria y la pugna varón-mujer y, por lo tanto, de los signos distribuidos singularmente: las mujeres tienen senos suaves, en tanto que los hombres tienen torsos musculosos.
     [6] De allí el uso de imágenes gemelas de Recursos humanos en la tapa de la última edición de 2002 de Letras femeninas (28.1) de la Asociación de Literatura Femenina Hispánica.
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